domingo, 2 de noviembre de 2008







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Por Corina Román. Fotografías de Henryk Ross


En 1997, el hijo de un fotógrafo judío llamado Henryk Ross puso a disposición del londinense Archive of Modern Conflict (Archivo de los Conflictos Modernos) una colección de más de 3.000 negativos que su padre había realizado en el gueto de la ciudad polaca de Lodz. Aunque una parte de esas imágenes ya había sido desvelada, otra había permanecido oculta por expreso deseo de su autor. Las instantáneas inéditas eran aquellas que captaban a parejas besándose, a niños jugando en las calles, las que reflejaban banquetes de boda con alegres comensales... A simple vista, parecían escenas costumbristas de antes de la guerra. Nada más lejos de la realidad. Esas fotos también fueron tomadas en el segundo gueto judío más importante de Europa durante la Segunda Guerra Mundial, el de Lodz. Junto a esas instantáneas de vida normal, estaban las que Ross había enseñado mientras vivió, las que dan sentido al sobrenombre de “antesalas del infierno” que recibieron estos lugares en la época nazi y en los que murieron unos 500.000 judíos: niños desfallecidos por la inanición en las aceras, cadáveres decapitados, el trágico paseo hacia los trenes con parada en Auschwitz, Chelmno o Dachau...

Ese espejismo de felicidad, protagonizado en su mayoría por la que parece una clase privilegiada dentro del gueto, es lo que han sacado a la luz los editores Martin Parr y Timothy Prus en el algo más de centenar de estampas firmadas por Ross y que conforman Lodz Gueto Album (El álbum de fotos de Lodz), con textos del historiador Thomas Weber. Una obra que se convierte en un revulsivo histórico, porque, por primera vez y frente a la memoria colectiva más conocida de los guetos, donde el sufrimiento, la tristeza y la desesperación eran parte intrínseca del día a día, aparecen personas para las que la alegría es una emoción que no han olvidado. Pero no hay que llamarse a engaño, la mayor parte de los protagonistas de una y otra perspectiva murieron. Unos a sabiendas de lo que les aguardaba y otros, convencidos de que, gracias a su colaboración, se salvaban de una muerte atroz.

El gueto de Lodz fue, con el de Varsovia, uno de los más conocidos. Creados en 1939, al producirse la ocupación de Polonia por la Alemania nazi, el de Lodz se convirtió, un año después, en el primero cercado por vallas y alambre de espino. En sus escasos cuatro kilómetros cuadrados, se hacinaron unas 164.000 personas.

Cuando los alemanes organizaban estos barrios instauraban un gobierno indirecto que se nutría de sus habitantes y, a la cabeza del Ejecutivo títere de Lodz, pusieron a Chaim Rumkowski. Para ellos, estos almacenes de judíos que esperaban la llamada “solución final”, eran también una fuente de mano de obra barata. En el de Lodz se ha calculado que se produjeron unos beneficios de cerca de 350 millones de marcos de la época.

Rumkowski colaboró activamente en ello y creó una Administración formada por unos 8.000 judíos, encargados de organizar las empresas, integrar el cuerpo de vigilantes y el de bomberos... También había dos fotógrafos –uno de ellos fue Ross–, que trabajaban para el Departamento de Estadística de la administración judía.

A cambio de sus servicios, el rey Chaim I o el dictador –como se le llamaba–, les procuraba una existencia algo más digna que la del resto: comida en mayores cantidades, mejores viviendas y ropa y la promesa de que estaban a salvo. Así surgieron los protagonistas de ese mundo casi de fantasía que convivía con el de la desesperación. Gente que continuaba bromeando y educando a sus hijos desde el convencimiento de que atravesaban una etapa transitoria.

Por su actitud, Rumkowski ha sido representado y recordado como una figura del genocidio oscura y siniestra. Hasta tal punto que la leyenda cuenta que falleció al ser arrojado al horno crematorio de Auschwitz por antiguos residentes del gueto.

Su disposición al pergeñar las listas de deportados a los campos de exterminio ennegreció aún más, si cabe, su estela, y él mismo se disculpó diciendo que se veía obligado “a actuar sin titubeos, como un cirujano que corta un miembro para que el corazón no deje de seguir latiendo”. Un cirujano que, cuando los nazis le pidieron que entregara a los niños por improductivos, consiguió retrasar el destino de los hijos de sus colaboradores y que, cuando le dieron a elegir entre decidir a quiénes enviaba al campo de exterminio de Chelmno y la aniquilación total de Lodz, optó por poner los nombres de opositores, delincuentes –algunos acusados de robar mondas de patatas– o enfermos y desnutridos que no podían trabajar.

Sin embargo, el historiador Thomas Weber señala que, en los últimos años, se ha revisado su figura, porque hay quienes consideran que su colaboración constituía una estrategia viable de supervivencia. “Al darse cuenta de que, para los alemanes, el único valor de los judíos era el que tenían como mano de obra, Rumkowski llegó a la conclusión de que el mejor medio de supervivencia para tantos judíos como fuera posible consistía en aplicar una estrategia de ‘salvación mediante el trabajo’. Así pues, convirtió el gueto en un floreciente taller, especializado en la producción de ropa y uniformes militares. Durante una temporada, aquello pareció ser eficaz: el gueto de Lodz no sólo sobrevivió más tiempo que cualquier otro en Polonia, sino que registró el índice más alto de supervivientes. Es preciso recalcar que los jefes judíos no tenían forma de conocer lo que les reservaba el futuro. Si el avance de los rusos se hubiera producido a mayor velocidad en 1944, quizá se habría conseguido la liberación de decenas de miles de judíos antes de que hubiera empezado la liquidación. Además, si Hitler hubiera muerto el 20 de julio de 1944, cuando se escapó de un atentado que perpetraron contra él unos militares alemanes, unos 70.000 judíos habrían sobrevivido casi con toda seguridad en Lodz”.

Como Rumkowski, muchos otros miembros de la comunidad eligieron la opción de sobrevivir y, casi sin quererlo, crearon una clase alta dentro del gueto, a la que perteneció Ross, y que confiaban en que a ellos no les pasaría nada.

Antes de que estallara la guerra, Ross era fotógrafo deportivo en un periódico local. Durante la defensa de Polonia, fue uno de los combatientes. Y, a lo largo de los cinco años que duró la invasión de su país, un miembro del gueto que, junto a Mendel Grossman, se convirtió en fotógrafo oficial del Departamento de Estadística de la administración judía y de los servicios de propaganda. Más allá de su labor, ambos decidieron documentar la vida entre esos muros.

Cuando en 1944 los dirigentes nazis decidieron liquidar el último reducto judío que les quedaba, Lodz, Ross se apresuró a enterrar sus 3.000 negativos junto a otros documentos como el dinero que utilizaban, efectos personales, periódicos... En la fase final del conflicto, y una vez que los últimos trenes de la muerte habían partido rumbo a los campos de exterminio con la mayor parte de los 70.000 judíos que todavía quedaban en Lodz, las fuerzas aliadas lograron salvar a entre 5.000 y 7.000, el mayor número de supervivientes registrado en cualquier gueto del Este.

Mientras, Ross permanecía junto a otros 800 hombres y mujeres formando parte de las brigadas de limpieza, un contingente al que las autoridades alemanas también planeaban asesinar. Un soplo les permitió enterarse de estos planes y buscar un escondrijo hasta que, en 1945, los soldados soviéticos les liberaron.

Acabada la guerra, Ross y Stefania, su mujer, se quedaron en Lodz, donde tuvieron dos hijos, y él continuó con su profesión. En la década de los 50, emigraron a Israel, desde donde emprendió la tarea de recuperar sus fotografías, de las que más tarde exhibiría una parte para mostrar las atrocidades del Holocausto. En 1987, cuatro años antes de morir, terminó su catálogo final, donde afirmaba que “quería dejar constancia de nuestro martirio”.

Sólo en 1997, seis años después de su muerte, y una vez que su hijo entregó el material al Archive of Modern Conflict, se descubrieron las instantáneas que nunca había enseñado, pero ¿por qué?

Conflicto ético. Si se tiene en cuenta que muchas de las escenas eran domésticas y que en ellas aparecía su esposa, se puede aventurar que las consideró personales, aunque es improbable. Existe un conflicto ético entre la colaboración y la resistencia a los nazis, y esta parece la causa más probable para guardar parte de su archivo. Muchas de sus imágenes plantean el interrogante de si el fotógrafo pudo estar más cerca de esa clase privilegiada de lo que él estaba dispuesto a reconocer.

Según Weber: “¿Cómo podría Ross haber tenido acceso a sus jardines y a sus casas si no hubiera sido él también parte de sus vidas? Los dignatarios, policías y familiares de unos y otros que aparecen retratados no parecen estar posando para un extraño, ni siquiera para un fotógrafo oficial, sino que, aparentemente, se encuentran absolutamente cómodos ante su presencia, lo cual hace pensar en la posibilidad de que a Ross le hubiera vuelto la espalda parte de la comunidad de los supervivientes, bien porque les constara o bien porque dieran por hecho que se había mezclado con los privilegiados; en otras palabras, que había podido llevar una vida relativamente apacible mientras otros morían a su alrededor”.

No obstante, la lectura no puede quedarse en pertenecer a los buenos o a los malos, o en a qué o a quién se debe uno en situaciones tan extremas. Así resume Weber el conflicto ético: “Las decisiones que Henryk Ross tomó durante el Holocausto, como judío, como marido y como fotógrafo, están marcadas por su necesidad de moverse entre lealtades enfrentadas y por una combinación, casi inevitable, de heroísmo y transigencia, de colaboración y resistencia. Lo cual no hace de él un ser excepcional. Quizá el examen en torno a la difusión selectiva de sus fotografías sea precisamente lo que él quiso evitar a toda costa mientras vivió. Ahora bien, no trató de impedir ese examen indefinidamente; mantuvo y conservó su archivo y, antes de morir, lo preparó y catalogó para que las futuras generaciones pudieran desentrañar su misterio. Puede parecer una decisión menor en comparación con lo que hizo durante la guerra, pero no es menos valiente. Merece el reconocimiento y la atención de aquellos interesados en un conocimiento y en un entendimiento más profundos del Holocausto”.
otras palabras, estas de Rudy Chernicof

"...entiendo por que al teatro no hay con que darle!!!!!!
En cuanto al espectaculo , me fascino el formato, la osadia de meterse con un tema tan dificil y la inclusion de los chistes antisemitas, en fin , me encanto !!!!
Risas o terror , siempre es una fiesta !!!..."

Gracias Rudy.
Ana Maria Shua vino a ver la obra y nos acerco estas palabras

"...Es una obra de primera. Muy acertada la inclusión del video y los fragmentos elegidos. Muy bien la desrrealización de toda la puesta. ...
Fue una experiencia de la que no nos vamos a olvidar fácilemnte. ¿Vos sos judío?..."

Gracias Ana por la devolución, y como te conteste en el mail, no, no soy judio.
"Entiendo que el arte debe estar atento primordialmente a su propia especificidad, pero también a lo que sucede en el mundo. Porque, de lo contrario, vamos a hacer un arte gratuito. Sé, sin embargo, que el arte nunca ha servido para atenuar los horrores del mundo, pero nos ha clarificado esos horrores. Entonces, si hacemos un arte complaciente o que esté atento nada más que a su propia estética, ya ni siquiera vamos a poder reconocer los horrores."

Griselda Gambaro en "Conversaciones americanas" de Reina Roffé
(Ed. Páginas de Espuma, Madrid, 2001).